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Opinión

¿Sirve ser dueño en la Argentina?

Por Claudio Zuchovicki


La nota de esta semana no es para usted. Si le parece, nos reencontramos en 15 días. Bueno si insiste en seguir leyendo, le cuento que la idea de este texto es proponer un debate entre la experiencia que tenemos los de más de 50 años de edad y las ganas y expectativas que tienen los menores de 30 años. Todo esto, hablando de nuestra Argentina. Y entendiendo que, generalmente, los más viejos describimos pasados para justificar nuestro presente y los más jóvenes describen futuros para justificar su comportamiento presente.

La consigna a debatir es: ¿sirve ser dueño en la Argentina?

Pertenezco a una generación de nietos de inmigrantes. Cansados de sentirse errantes, ellos hicieron que el techo propio pasara a ser algo aspiracional: un objetivo para darles a sus familias un lugar propio, seguro. Así, un lugar físico se volvió sinónimo de tranquilidad y estabilidad.

Pero ser dueño y tener la tranquilidad de aferrarse a algo nos trae la disyuntiva de saber que, para ser "el propietario" hoy en la Argentina, debemos tener en cuenta los costos de mantenimiento, como el impuesto inmobiliario, las cargas municipales, la tasa de alumbrado, barrido y limpieza, las expensas, el seguro para una casa. Y eso se suma, si se es propietario de un automóvil, a los costos de la patente, el seguro, la cochera, los gastos para contrarrestar el desgaste y otros más. Se suman otros tributos como Bienes Personales o el impuesto a la herencia. Todo esto me lleva a preguntar si realmente soy dueño o si soy inquilino del Estado.

Según la filosofía, la riqueza es una construcción social. No es posible que un individuo sea rico (es decir, tener un mayor acceso a bienes y servicios que la mayoría de sus pares) si no hay detrás una sociedad que produzca esos bienes y servicios. Pero esa construcción hace que luego la misma sociedad le otorgue valor a esos bienes y servicios, convirtiéndolos en metas indispensables para algunos e inalcanzables para otros.

Mi primer punto es que los jóvenes de hoy tienen una nueva construcción social. Para los de mi generación, la riqueza se medía en hectáreas de tierra, o en granos, o en cabezas de ganado. Los ricos eran los dueños de los bienes. Era común escuchar decir "ahí viene el del auto marca XX" o el "dueño de tal cosa". Pero a los sub-30 de hoy les pinta viajar. Uno intenta incentivarlos a ahorrar para el futuro, pero a ellos hoy "les pinta" viajar. Tener menos compromisos les da más posibilidades de despegar.

Mi segundo punto es que hoy en día, para mí, es realmente rico quien tiene la libertad de elegir. Para provocarlos aún más, les pregunto: ¿para qué sirve el dinero, el ahorro, el empuje, el sacrificio, el esfuerzo, sino simplemente para tener la libertad de elegir?

Hay personas que, por acumular más dinero, sacrifican tiempo con su familia o pierden bienestar personal. Para ellos, el valor marginal de lograr un ingreso más es mayor al precio que sienten que tiene el obtenerlo. No importa la cantidad, sino la satisfacción que produce ganar, aunque después malgasten, regalen o donen el dinero. Muchos ven a este tipo de individuos como exitosos, y otros los ven como soberbios o ambiciosos. Sin embargo, tienen la decisión de cómo quieren vivir; tienen la enorme fortuna de tener la libertad de elegir.

Hay otras personas que prefieren una vida con menos bienes materiales, pero con más bienes espirituales. Y no hay trabajo, sueldo o emprendimiento que les produzca un ingreso marginal superior al costo en el que incurren para obtenerlo. Muchos los ven como vagos; otros, como íntegros. Sin embargo, tienen la enorme fortuna de tener la libertad de elegir.

En el caso de los asalariados, la percepción del sueldo es distinta para cada uno, aunque cobren lo mismo. No es igual para los que se toman dos colectivos y sufren robos seguido, que para los que llegan a su trabajo en subte y perciben algo más de seguridad. No es lo mismo para los que dejan a sus hijos en una guardería, que para los que tienen hijos ya grandes. Es una bendición tener la libertad de elegir sin necesidad de aceptar lo que sea.

Hay valores intangibles imposibles de mensurar. La percepción del riesgo asumido es distinta para cada ser humano; por lo tanto, el valor del beneficio es percibido de formas distintas. Schumacher nunca pensó que asumía riesgos; si los asumía era porque la satisfacción que le producía hacer lo que hacía superaba al costo de sus miedos. Por eso, es ridículo querer controlar la economía como si fuese una ciencia exacta, cuando no lo es. La base de cualquier decisión económica está en la confianza, en la credibilidad, en las expectativas futuras. En ninguna variable manejable.

Me parece al menos molesto cuando aparecen omnipotentes que quieren planificar todo. Lo hacen en nombre del Estado y del bien común que ellos consideran. Su trabajo es decidir quién y cómo deben hacer las cosas, sin considerar los costos intangibles, inmedibles, inmensurables del que produce. Entonces, alguien que quizás nunca emprendió, que nunca arriesgó su dinero personal o familiar, tiene la libertad de elegir las reglas, y al que asume el riesgo de emprender le queda la necesidad de pedir permiso o mendigar un beneficio.

Hay que entender que uno invierte lo más valioso y escaso que tiene en su vida: el tiempo. Y se quiere una recompensa afín al valor que cada uno le asigna. No es lo mismo la posibilidad de revancha para los mayores de 70 años, que para los jóvenes con unos 70 años por delante. Lo mejor que le podemos dar a nuestros hijos es que tengan la libertad de elegir, sin aferrarse ni a dogmas ni a banderas de otros para beneficio de esos otros.

A pesar de mi experiencia y de mis raíces, para la generación de mis hijos es mejor perder el miedo a emprender y prepararse a vivir como dice la canción: "Ligeros de equipaje para tan largo viaje".

Contrariamente a lo que se piensa, en los países más desarrollados y progresistas hay más ciudadanos "no propietarios del lugar donde viven que dueños". Si son propietarios, llegan con hipotecas y, aun así, no se sienten rehenes de un lugar fijo.

En nuestro país, una importante mayoría se desvive por ser dueña de las casas donde viven. Y la tienen que comprar con el esfuerzo de ahorrar casi de por vida. Porque el acceso al crédito es conflictivo. Lo mismo pasa con los autos. En el primer mundo cada vez es más común moverse con aplicaciones o alquileres temporales. Si uno saca la cuenta de lo que gasta en seguro, patente y otros conceptos, arranca con un buen presupuesto para pagar esos traslados.

Zygmunt Bauman, en La modernidad liquida, sostiene que la propiedad le saca libertad a la familia. Que las que viven en un lugar complicado y son dueños de la propiedad, por lo general no se mudan porque no pueden vender la propiedad. Están atados, porque la vivienda es el mayor capital que tienen, pero al estar en una zona complicada, nadie se la paga. Y siguen viviendo ahí aunque el lugar se inunde, sea inseguro o incluso esté contaminado. Y cuantos menos recursos tiene la familia, más se aferra a lo poco que tiene. El que no posee esos bienes es más libre para moverse.

Por otro lado, si gran parte del capital de los ciudadanos esta inmovilizado en un activo fijo en lugar de estar invertido en empresas o de ser usado para desarrollar proyectos, la economía es menos dinámica. En un país que vive con desconfianza, el ahorro se esconde y no se traslada a inversión. En una economía desarrollada tiene más impulso la rotación del dinero de los emprendedores que la generación de propietarios. Incluso hay estados, ciudades que suelen incentivar la compra de vivienda regalando terrenos o subvencionando impuestos, para evitar la emigración y la fuga de cerebros o de mano de obra. Como dice Bauman, usar la propiedad de la casa como un vehículo para que el ciudadano se aferre a un lugar.

Hay empresas que destinan más dinero en tener oficina o espacio propio que en su mismo negocio. O sea, se concentran más en lo que produce gastos que en lo que produce ingresos. Y si cambia la dinámica del contexto donde se mueven, quedan rehenes de ese capital inmovilizado.

Sin ser dueño, si un barrio se puso más incómodo o aparece un trabajo mejor en otro sitio, es más lógico mudarse que gastar mucho tiempo y dinero en desplazarse todos los días o, simplemente, tener la libertad de elegir qué lo reconforta más-.

Cierro la nota, con una fuerte contradicción. Pertenezco a una generación que se esforzó para alcanzar su techo propio, buscando en el título de propiedad la pertenencia a un destino, y estoy orgulloso de la educación dada por mis padres. Pero me encuentro educando a mis hijos de una manera diferente, sin incentivar a que se aferren a un activo físico y sí animándolos a que nunca abandonen su libertad de poder elegir.







* Artículo publicado en LN



Columnista